7 meses sin azul
Si subimos al Olimpo por su ladera norte encontraremos, casi oculta por unos ancianos cipreses, la entrada a la Gruta de los Pintores.
La grieta se abre a una oquedad de proporciones colosales en donde miles de velas, encendidas y apagadas, crean un efecto mágico y ceremonioso. Cada vela tiene un nombre, cada historia su cera y hasta en el rastro de un escoldo de llama puede leerse la vida de un pintor y de su obra. Hay grandes velones y velitas de cumpleaños, velas rojas y negras, perfumadas, humos y fuegos. De la vela de Vincent, tortuosos torrentes de lava derretida, a la sobria y mágica austeridad de Zurbarán; del excesivo cirio de Rubens a la rosa y moderna vela de Warhol.
Hacia el final de la gruta se ilumina el resplandor de los pintores vivos. Os sorprendería saber la de supuestos artistas que en realidad no tienen vela en este entierro.
Un hombre en cada época sólo puede ver el brillo del presente e imaginar, por el rastro de la cera detenida, los pasados esplendores de la cueva. La única vez que estuve en ella, me entretuve en buscar a mis héroes, los maestros del pasado, los colosos del horizonte cuadrado, y también a mis coetáneos, los famosos, los ignorados, los amigos...Unos estaban y otros no. Me fije en la vela de Dora: despedía chispas y estrellitas, caóticos goterones y ensortijados de humo. Me gustaría que vierais como yo: os aseguro que la vela de Dora tiene mucha más cera que la que arde.